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Nicolás Artusi: “No existe un café para ricos y un café para pobres”

Nicolás Artusi: “No existe un café para ricos y un café para pobres”

Periodista y escritor, Nicolás Artusi es la persona detrás del Sommelier de café, un personaje que cumple 15 años con una misión: ser el ombudsman de los tomadores de “la bebida más amada y odiada del mundo”. Así reza el subtítulo de su primer libro, Café, inicio de una trilogía que incluye Manual del café –con técnicas para profesionales y amateurs– y el reciente Atlas de café, una vuelta a 80 países cafeteros, todos editados por Planeta, en distintos países de América.

Amante de los libros, escribe reseñas en revistas y sitios especializados, y es autor de una novela, Busco similar (Seix Barral), y una serie de ensayos sobre la amistad, Amigos míos (La conjura), que se espera para la próxima Feria de Editores. En el streaming, todas las tardes hace Menú del día y entre sus consumos culturales elige Comedians in Cars Getting Coffee, de Jerry Seinfeld.

“La manera de distinguir entre un café bueno y uno malo es tomando mucho café, pero revaloricemos la experiencia, el encuentro, disfrutar de ese momento. Puede parecer un poco naif, pero lo prefiero antes que snob”, dice en diálogo con Ñ.

El Atlas del Café, de Nicolás Artusi.El Atlas del Café, de Nicolás Artusi.

–El universo del café, a través de un atlas –un objeto más bien vintage–, nos habla de las inequidades: los países pobres que producen café y los ricos que lo consumen.

–El atlas y la descripción de los países fue una buena manera de poner en negro sobre blanco esta desigualdad. Justamente el país que más gasta en café individualmente es Dinamarca y los tres países que más compran café en volumen son Estados Unidos, Japón y Alemania. Todos países ricos, mientras que el café se produce en los llamados del tercer mundo. En el capítulo central del libro, dedicado a África, se ve cómo, a pesar de que el café es una planta silvestre se desarrolló cuando las potencias europeas colonizadoras fundaron los grandes latifundios para hacer de sus colonias alguna tierra rentable. Algo parecido pasó en Centroamérica y en el Caribe. Me pareció una manera de expresar de una forma concreta la paradoja de la abundancia a través de un artefacto esencialmente fallido como es un atlas, porque es imposible replicar en dos dimensiones algo que naturalmente tiene tres.

–En la Argentina, tenemos la cultura del cafetín, un poco tanguero, y una ola de cafeterías de especialidad. ¿Cómo conviven ambas realidades?

–Por ahora de manera pacífica, aunque son bien distintas, y al final todo va a redundar en una cuestión positiva. Hace una década, y menos también, el 99% del café que se compraba en la Argentina era café de Brasil. Y hoy con la emergencia de las cafeterías de especialidad ese porcentaje de café especial empezó a morder mucho del 100%. Por un lado hay opciones de tomar un café de Ruanda, de Indonesia, de Costa Rica en un lugar más o menos cercano y accesible a su casa. Pero por otro lado, eso hace también que los lugares tradicionales y aferrados al café quemado o a la tacita de petróleo, tengan que renovar su oferta porque si no se quedan afuera del mundo del café. Hace unos años fui jurado de un concurso para elegir el mejor café de los cafés viejos. Fuimos a probar al Tortoni, la London, los 36 Billares, el Café de los Angelitos y ganó el Café Tabac, que tenía un barista joven, al que no le decían así. Y me contaban que había mucha resistencia entre los clientes que querían el mal buen café de siempre. En definitiva, es una situación de reemplazo: se va a ir tomando mejor café a medida que vaya no solo creciendo la oferta de cafetería especializada, sino que se vayan reemplazando los malos cafés de los bares tradicionales.

–Otra configuración famosa es la del café del pasillo, en el ámbito laboral. ¿Es una bebida de productividad?

–Sí, y no me gusta. De hecho, la pausa del descanso en los trabajos se llama coffee break, o sea, hagamos una pausa para tomar café que, por reglamento, es de 15 minutos, y es exactamente lo que tarda la cafeína en llegar al cerebro. Está estudiado al milímetro para que el laburante no pierda ni un minuto. Esa instrumentación utilitarista del café, olvidando el disfrute, me parece el argumento justo para que un filósofo coreano escriba un nuevo libro.

–A propósito del disfrute, hablabas del café como un lujo posible. ¿Se puede sostener en tiempos de crisis?

–Los que hacemos un periodismo del disfrute lo tenemos que poner en contexto, y es muy difícil en términos morales en un país donde hay gente que no come. Aun así, sostengo lo del lujo posible porque, a diferencia de lo que pasa con el whisky o con el vino, no existe un café para ricos y un café para pobres. Andy Warhol decía lo mismo de la Coca-Cola: que es la misma para la reina de Inglaterra que para el mendigo de la esquina. Este café cuesta lo mismo que el de la estación de servicio o el de la peor cafetería de Buenos Aires: unos 3000, 4000 pesos a plata de hoy. Alrededor de tres dólares. Entonces, no pasa tanto por lo económico, sino por la posibilidad del descubrimiento y del conocimiento. Tomo un café mejor porque sé dónde tomarlo y porque puedo exigir cómo quiero me lo preparen o sirvan. Aun con las monstruosas desigualdades en las que vivimos y con un panorama que tiende a armar un modelo económico para el 20% de la población, podemos decir que es una bebida de acceso democrático.

Clarin

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